LIBERALISMO, TIBIEZA Y MAL MENOR

El afamado poeta y escritor francés (liberal, naturalmente) Víctor Hugo decía que “la aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad”. En el ámbito estrictamente político se traduciría esto, con palabras del mismo autor, en la “participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo deja hacer”. En resumen: el gobierno opresor, que hace el mal, es respetado y tolerado por el pueblo, que se cruza de brazos ante la injusticia, y en ocasiones, incluso la aplaude. Hugo termina su sentencia acertando de lleno con esta magnifica frase que da forma y sentido a nuestra introducción: “La cobardía es un consentimiento”.

En la postmodernidad, un reducto de mentes profundamente mediatizadoras ha conseguido extender por el mundo, a través del liberalismo, esa especie de solidaridad entre el pueblo y el gobierno, y ha eliminado toda vinculación semántica y teórica con aquellas palabras que por su malsonancia y por la gran verdad que expresan podrían ahuyentar a futuros adeptos. Así se ha llegado a la erradicación del verdadero concepto de cobardía, que ha sido vaciado de contenido y fríamente manipulado, de manera que el tradicional soberbio ha sido convertido en el nuevo valiente y el humilde y prudente en un verdadero cobarde.

El liberalismo no es amigo de las verdades absolutas, por eso su esencia es intrínsecamente atea, y cuando no miente, cuenta verdades a medias. ¡Cómo va a enseñarle la verdad al pueblo! ¡Se sentiría ultrajado si un día despertase de su letargo y descubriese que en realidad consiente porque tiene miedo!: Miedo a no seguir unas pautas sociales, unas modas, marcadas principalmente por los «mass media», los respetos humanos...

Algunos sectores pensantes de la población han descubierto ya esos hilos que les convierten en marionetas, pero, confundidos aún por la suave melodía de la corriente, continúan dejándose arrastrar, carentes de esa vitalidad que caracterizaba al personaje de Collodi, que ansioso de libertad, deseoso de vida, insistía a gritos: “¡No soy una marioneta, soy un niño de verdad!”. Somos niños de verdad, hombres de verdad envueltos por una sociedad sin valores, que ignora la existencia y las pautas de Dios, que nos creó y sostiene, que hizo por bien nuestro todo lo que nos envuelve, que se entregó a una muerte de hombres, derramando hasta la última gota de su sangre en sacrificio a Dios Padre por los pecados de la humanidad, en un acto de amor infinito.

La triste historia es que Nuestro Señor, que nos ama a cada uno de nosotros con un amor millones de veces superior al que nuestros padres nos tienen, no es correspondido, ni siquiera por los mismos cristianos, porque éstos no llevan su amor hasta sus últimas consecuencias. No quisiera que nos detuviésemos en el problema de la santificación personal, que nos llevaría a indagar en casos particulares y a alejarnos del fin primero de nuestra exposición, pero sí convendría advertir la existencia de un germen liberal que ha entrado también en la Iglesia y ha generado una cierta compatibilidad insana entre la santa fe y los actos no tan buenos, logrando así infectar algún que otro sector católico e introducir la ambigüedad en las verdades fundamentales de la Iglesia: el liberalismo católico o la llamada “democracia cristiana”.

Dice Sardá y Salvany, en su obra «El liberalismo es pecado», que “nació este funesto error de un deseo exagerado de poner conciliación y paz entre doctrinas que forzosamente y por su propia esencia son inconciliables enemigas”, ya que “somete al hombre a la ley de dos criterios opuestos y de dos opuestas conciencias. Así que la distinción del hombre en particular y en ciudadano, obligándole a ser cristiano en el primer concepto, y permitiéndole ser ateo en el segundo”. Es el monstruoso producto de la falta de fe, que conlleva a la indecisión, la misma a la que alude el siempre ilustrativo Donoso Cortés en su «Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo»: “El mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo”. Esta postura es la que Cristo llama en su sentido total y despectivo “tibieza”; ni blanco ni negro, ni frío ni caliente... Es el clásico cuerpo sin alma que no se decanta por nada, o peor aún, que se decanta por una cosa u otra según le convenga; al igual que el mercenario, se vende a la opción más rentable o más cómoda traicionando su honor y su ideal, prostituyendo la verdad.

En la Sagrada Escritura aparece en el libro del Apocalipsis la premeditada y tremenda sentencia a los tibios, que provocan náuseas a Jesús: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” (Ap. 3, 15-16). El gran catedrático de derecho natural y filosofía del derecho Francisco Elías de Tejada, ante la disyuntiva de obedecer o no los mandatos contra natura de los hombres, no duda en seguir el recto camino de la Justicia:“La autoridad que no se acomoda a la ley natural deja de ser autoridad, por lo que el súbdito, en la tesitura de elegir entre la obediencia al hombre-gobernante y a Dios, debe seguir los dictados de Dios”. Por si quedase alguna duda en la argumentación de esta eminencia del Derecho, no puede caber ninguna en las palabras de los mismos Apóstoles: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act. 5, 29)

Una de las consecuencias más graves que la tibieza ha originado, aparte del propio pecado de la hipocresía y de la grave falta al primer mandamiento de la ley de Dios, es la doctrina del mal menor. Por desgracia, esta teoría no es seguida exclusivamente por los tibios, sino también por personas buenas y santas que con toda su buena fe creen que es lícito hacer el mal con tal de conseguir, como bien dice Javier Nagore, “el bien que la buena voluntad del enemigo nos permitiera alcanzar”, pero lógicamente, “una política inspirada en la subversión de valores no podía dar otros resultados que los que nos punzan en nuestra carne y en nuestro espíritu”.

El asunto del mal menor ha sido muy discutido, siempre dentro de un circulo de vínculos casi inseparable que encierra los temas de aborto, política e Iglesia, y pese a la evidencia de la verdad, ningún medio de masas se atreve a publicarla para que la sociedad la pueda conocer. Solamente algunas agencias como Zenit, sin ánimo de lucro y sustentada por donativos, se han interesado por esa realidad y la han plasmado en artículos y entrevistas, como la del catedrático de teología moral don Ángel Rodríguez Luño, quien aseguraba que “una ley que legaliza el aborto, aunque sea para un numero menor de casos que otra, es una ley gravemente injusta a la que ningún católico puede dar un voto favorable, y en cuya aplicación no cabe ninguna cooperación formal y ningún tipo de cooperación material inmediata”. Por ventura, existen actualmente en España alternativas, partidos que representan el verdadero ideal católico, no como las ya caladas progresías ateas disfrazadas de cristianismo y patriotismo para atraer los votos del sector creyente, juntamente con los del liberal y del socialista, mezclando a todos en un mismo saco, “intentando” satisfacer a todos sin contentar a ninguno.

Escribían en la revista Arbil A. Gutiérrez Sanz y F. Abad Martín, con toda razón, que “los católicos regalamos nuestro voto y los partidos lo saben. Quienes quisieran el voto católico tendrían que merecerlo, (...) pero a lo que parece basta con que el partido de nuestras preferencias no sea peor que el adversario, que sus fechorías no sean del calibre del partido opositor y ya está”. Hoy en día parece ser que lo lógico, lo normal, es actuar según nuestras preferencias instintivas o inducidos por la propaganda social e ignorar las consecuencias, con lo cual dejaremos que como nuevos “Poncios Pilatos”, Donoso Cortés pueda decir de cada uno de nosotros: “Pilato, tipo inmortal de los jueces corrompidos, sacrificó el justo al miedo, y entregó a Jesús a las furias populares, y creyó purificar su conciencia lavándose las manos”.

Señores, no nos encontramos ante un risorio problema político y social que debamos ignorar sin más; por culpa del mal menor, cada año son asesinados en el mundo nada menos que 20 millones de niños inocentes, el equivalente a los muertos de ambos bandos de la II Guerra Mundial en Europa, mientras que nosotros nos quedamos mirando con ensimismamiento el lado bueno de nuestro “asesino preferido”. Esto no es una exageración, Mons. Masnou se hacía la pregunta de si “puede haber una violación más grave que matar fría y preparadamente una vida, ciertamente humana –no planta, ni bestia, ni tumor, ni suciedad-, que necesita el proceso normal de desarrollo, como todos los seres vitales antes de nacer, pero que deja violentamente de ser vida humana y que, además, es vida inocente, indefensa, con todos los derechos a vivir, nacer, crecer, llegar allí donde pueden llegar todos los demás concebidos”. Mons. Guerra Campos aseguraba que “la sociedad, para no ser criminal, ha de defender a los más débiles e inocentes, aunque para ello hayan de sacrificarse muchos”. Y el mismo Papa afirma que “el aborto es el asesinato de una criatura inocente, y toda legislación favorable (...) , gravísima ofensa a los derechos primarios del hombre y al mandamiento divino de «No matarás»”; incluso redactó una gran Encíclica dedicada expresamente a la defensa de la vida, la «Evangelium Vitae», en la que compara el aborto al asesinato del justo Abel por su propio hermano Caín, que encuentra su identidad en la madre que asesina al hijo que lleva en sus entrañas.

Señores, la indecisión es un estado antinatural; lo natural es estar en un bando o en otro, no en ambos, así como es natural del hombre obrar, y no discutir eternamente. Es pues lógico intuir que la pelota no puede sostenerse durante mucho tiempo sobre la red que parte el campo en dos; finalmente ha de caer hacia un lado u otro. Donoso Cortés, el gran político y diplomático extremeño también puede intuirlo: “Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas”.

Barrabás, el asesino, el producto por excelencia de la indecisión y la injusticia de la muchedumbre, el ídolo de los tibios y de los débiles de carácter, con el tiempo envejecerá y morirá. Jesús, en cambio, el Sumo Capitán, el Autor de la Verdad y la Vida, el único verdadero inocente de la historia, trocado a cambio de un criminal y asesinado cruelmente en una cruz, resucitó, y ya no puede morir. Y ahí está, esperando la decisión radical de tibios e indecisos para destronar a los que piden a gritos a Barrabás y establecer su Reinado de Amor.

Damas y caballeros: Barrabás fue elegido porque llegado el momento de hablar, muchos callaron... ¡No permitáis que hablen las piedras antes que vosotros! Salid a la calle y enseñad sin miedo vuestra Bandera, habladles de vuestro Rey, gritad a los cuatro vientos que no admitiréis pactos con sacrificio del ideal y desead con todas vuestras ansias el Reinado del Sagrado Corazón. Que vuestro clamor llegue hasta los confines del orbe al elevar al cielo la consigna que durante toda la historia ha hecho al diablo estremecer: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España Católica!. Que así sea.

Pablo González Moreno
Estudiante de Derecho y Ciencias Políticas

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